23 de abr. de 2021
Bella, sombra
Es una noche fría, solitaria y silenciosa
Una mísera callejuela.
Un autobús desvencijado, robusto y orondo se detiene lanzando chillidos metálicos frente a una torcida estructura que alguna vez fue una parada de autobús. Algún automóvil se ha impactado en un costado de aquella estructura en algún momento del pasado, deformando su aspecto, dándole la imagen de una bestia herida.
Mariana, una joven estudiante, universitaria, de abundante cabello largo y rizado, de bonito cuerpo torneado más por la genética que por el ejercicio, aborda con cuidado el transporte público. La inquietud se dibuja en su delineado rostro, su nerviosismo, provocado por la solitaria espera del arribo de su autobús, comenzó a mermar cuando subió los tres estrechos y altos escalones metálicos de la entrada del autobús. El tiempo que pasó bajo aquella mísera parada de autobús, la oscuridad de la noche y su consciente vulnerabilidad, le hacían temer el encuentro con un atacante; un asaltante, o peor aún, un violador.
El hombre tras el volante recibe el dinero del pasaje de Mariana de mala gana. Es un hombre de aspecto desaliñado, calvo y de barba a medio crecer. Despide una mezcla de olores desagradables: sudor, comida condimentada y humedad. Mariana nota que está cansado y hastiado.
El conductor pone en marcha el vehículo tras arrojar las monedas que Mariana le entregó, sobre una bandeja metálica. Las monedas producen un desagradable tintineo que hacen eco dentro del estómago del inmenso vehículo. El brusco arranque casi arroja al suelo a Mariana, quien apenas y logra aferrarse al pasamanos. Recobra el equilibrio y se encamina tambaleante hacia un asiento en las primeras filas, tratando de coordinar sus pasos con el bamboleo del vehículo. Su falda le ajustaba demasiado, y le quedaba muy corta para su gusto, es un estorbo, pero su trabajo de oficinista la obliga a intentar verse elegante.
La historia de Mariana es la muchas chicas clase-medieras de la ciudad. Oficinista matutina, estudiante universitaria vespertina, mujer agotada por la noche. Mariana se encamina hacia un lugar disponible, y antes de dejarse caer sobre el asiento levanta la mirada.
El autobús va semivacío y casi en su totalidad a oscuras.
Sus nervios se ponen tensos y a la defensiva nuevamente.
Viajan con ella dos adolescentes de cabellos alborotados, sentados al fondo del autobús. La miran con ojos salvajes y hambrientos, parecen dos excitadas hienas que acechan a un becerro extraviado. Hay otros pasajeros; un hombre de edad madura, que dormita en uno de los asientos de la fila de en medio, y que despierta cuando ella lo observa. Sus ojos cansinos se incrustan en el cuerpo de Mariana. Viaja también un adolescente de escuálido cuerpo que ocupa un asiento dos lugares adelante. Hombres, sólo hombres, cazadores, predadores… Mariana se siente sola y vulnerable, una presa fácil.
Con cautela, ella toma asiento y concentra su mirada al frente. Sabe que faltan kilómetros y largos minutos para llegar a casa. Sabe que debe permanecer alerta, a la expectativa; ni siquiera se recarga en el respaldo, se mantiene erguida, lista para saltar si hay necesidad de huir, pero… ¿hacia dónde?
Aprieta contra su pecho sus libros buscando protección. Una densa corriente de aire frío se cuela en el interior del autobús y se escurre entre la ropa de Mariana hasta acariciar su pálida piel, como las manos de un acosador. Ella se estremece y aprieta aún más sus libros.
De reojo a su derecha, Mariana percibe una sombra que se desliza. Gira alarmada, pensando que alguno de aquellos hombres que la devoraron con sus ojos se ha puesto de pie y se aproxima a ella. Los músculos de su cuello se tensan, su corazón se acelera. Mira fijamente hacia ese lugar dónde ha percibido el movimiento. Pero ahí, donde sus ojos escudriñan con atención, no hay nada. Ilusión óptica, tal vez causada por el nerviosismo, piensa Mariana. Sabe que los hombres que viajan con ella no dejan de mirarla, eso pudo haber provocado aquella alucinación. La sombra ha sido tan sólo su imaginación, tan sólo su mente.
Por precaución mira de reojo hacia atrás, sólo para comprobar que los chicos-hienas siguen ahí.
Una vez más, Mariana atisba una sombra que se desplaza entre la fila de asientos frente a los dos chicos-hienas, que ríen entre dientes y murmuran.
Mariana gira para mirar mejor.
Pero sólo encuentra los rostros sonrientes de los chicos-hienas, sentados en el fondo del autobús, parcialmente iluminados por la escasa luz interior y el pasante alumbrado público. El semblante de ellos es perverso, esbozan sonrisas lascivas, muestran pupilas brillantes, hambrientas.
—Mamacita, —dice uno de ellos. El otro festeja el piropo riendo como una niña nerviosa. Es una risa aguda, oxidada, el sonido de maquinaria atascada. Se les nota drogados, excitados, ávidos. Mariana desvía con rapidez la mirada. Su corazón retoma un alocado golpeteo, latidos agitados que anuncian el preludio del pánico. Ha cometido un error brutal, ha hecho contacto visual con ellos, eso, puede darles el valor para ponerse de pie y aproximarse.
Mariana respira profundamente intentando.
Y mientras se esfuerza por controlar su respiración, percibe un denso y tibio aliento cerca de su oreja derecha, como si alguien se presta a besarla.
Mariana salta lanzando un débil grito, gira con rapidez, arrojando sus libros al suelo sucio, lista para enfrentar a su acosador.
Pero ahí, cerca de ella, no hay nadie. Sólo asientos vacíos a su alrededor, tubos metálicos, bases de fibra de vidrio, ningún hombre, ningún acosador, sólo una sombra que se desliza hacia la oscuridad, y desaparece bajo los asientos vecinos, como una serpiente que escapa tras morder.
Los jóvenes-hienas ríen con mayor intensidad, pero se mantienen en su lugar. Se encuentran demasiado alejados como para haber sido ellos quienes la asustaron de aquella manera. El hombre cansino se mantiene inmóvil, devorándola con la mirada tres asientos atrás. Él, carga un gran maletín sobre su regazo. Es obeso y carece de la agilidad necesaria para ser el responsable de aquella furtiva caricia. Delante del hombre cansino, el adolescente solitario, que, aunque la mira fijamente se mantiene congelado en su lugar. Es un muchacho alto, y el espacio entre los asientos es estrecho. Por su estatura resultaría difícil desplazarse con rapidez. Tampoco pudo haber sido él.
El autobús mantiene su descoordinado bamboleo al avanzar, produciendo chillidos metálicos. Desde que Mariana abordó el vehículo no ha realizado parada alguna y nadie ha descendido o abordado.
Aún Asustada, Mariana se agacha a recoger del suelo sus libros. Sus cuadernos están ahora pegajosos. Al levantar su mirada, sorprende al conductor observándola con avidez a través del espejo de seguridad. Ella siente como el frío se intensifica dentro del autobús.
Ojos, demasiados ojos masculinos, demasiado hambrientos.
El autobús cae en un bache, se sacude con más fuerza y las luces interiores se apagan.
En la mente de Mariana el pánico asoma una pequeña parte de su fea cabeza.
Observa angustiada los barrotes de acero en las ventanas. En caso de necesitar escapar, no podrá hacerlo por ahí. La salida trasera está muy cerca de los jóvenes-hienas, la puerta delantera está junto al chofer, quien continúa devorándola con los ojos. Paranoicas imágenes de mujeres violadas se agolpan en su mente. Vienen en cascada los recuerdos de las historias que su madre le narraba para alertarla: pesadillas vividas por chicas atacadas por varios hombres, por predadores que se repartían turnos hasta quedar hastiados para luego, terminar asesinando a sus víctimas y luego, arrojarlas a las barrancas, como basura.
Historias negras, historias sucias.
La sombra, esa sombra que ha estado revoloteando alrededor de ella vuelve a aparecer, una mancha más negra, más oscura que el resto de las sombras dentro del autobús. Una lóbrega imperfección que las luces exteriores no logran desvanecer. Una mácula en el espacio, sentada detrás del conductor, como si se tratara de una persona. Mariana se concentra en la figura, tratando de descartar su realidad, buscando asegurarse de que es una alucinación.
La sombra tiene forma humana: un óvalo en su parte superior parece una cabeza indefinida, en la parte media, un tórax alargado, a los lados, brazos luengos, por debajo, piernas torcidas. Una sombra inexacta, imperfecta, de una persona. Mariana escudriña aún más, con miedo y atención.
Pero en un pestañeo aquella sombra desaparece una vez más. En su lugar, sólo quedan los penetrantes ojos enervados del chofer, reflejados en el espejo de seguridad. Ojos fijos en el escote de la blusa de Mariana.
El autobús cae con violencia en otro bache. Los asientos se sacuden y las ventanas se cimbran y crujen. Las luces en el interior se encienden entre parpadeos amarillentos, lo que le confirma a Mariana que, la breve penumbra se debió a un falso contacto y no a un acto provocado por el conductor. Durante el inconstante alumbrar, ella vuelve a percibir aquella figura oscura: la sombra de pie en el pasillo. La parte superior, el óvalo, el que parece ser una cabeza gira o parece hacerlo para mirar a Mariana. Luego, con la rapidez de un pestañeo, desaparece.
Mariana alza la mirada, y observa con alarma que está por alcanzar su destino. Se pone de pie rápidamente y casi arroja sus libros de nueva cuenta al suelo. Extiende su mano y con desesperación jala la cuerda que activa la alarma para solicitar al conductor que detenga el autobús. El chofer obedece y frena con brusquedad, y Mariana se golpea con fuerza su pierna derecha. No cae del todo al suelo gracias a los asientos delanteros. Recobrando el equilibrio, apresura el paso y se encamina a la salida. Cuando la puerta se abre, percibe con alivio un viento fresco que acaricia su rostro.
—¡Adiós mamacita! —Escucha a sus espaldas, sin saber de quién proviene la despedida.
El autobús arranca de nuevo, dejándola sola.
Mariana mira como la mole metálica se aleja. Observa con atención para comprobar que ninguno de sus incómodos compañeros de viaje hubiera descendido furtivamente con la intención de seguirla.
El autobús continúa su marcha y su imagen se vuelve sólo un par de luces rojas que se pierden poco a poco en la oscuridad de la noche. Aliviada, se detiene unos instantes para deleitarse con la frescura y tranquilidad que hay afuera del autobús.
La calle donde habita se encuentra sola, vacía de personas, bordeada de casa silenciosas que parecen mirarla con sus ventanas. Lo que la tranquiliza es que esa calle se encuentra iluminada por múltiples farolas. Las paredes de las casas, la acera, y la calle misma están repletas de sombras, sombras de automóviles, sombras de botes de basura, de postes de luz, de pequeños árboles atrapados en recuadros de la banqueta. Son muchas sombras, pero ahí, las sombras son reales, tienen una causa, un origen.
Mariana suspira, pronto estará en casa. Anhela darse un largo baño caliente para limpiar de su cuerpo las lascivas miradas que la acompañaron en aquel trayecto.
Inicia la marcha con largo pasos que resuenan gracias a sus tacones; su casa se encuentra al final de aquella larga calle.
Mientras avanza, escucha el eco que producen sus pasos en la noche. Mira las sombras reflejadas sobre las paredes de las casas que va pasando, sombras de todo objeto a su alrededor. Se detiene desconcertada, atacada por la curiosidad. Mariana es una chica inteligente y un detalle ha llamado su atención.
Algo fuera de lugar.
Mariana puede ver en las paredes y las banquetas las sombras de todo lo que le rodeaba, menos la suya.
Es en ese momento que vuelve a sentir aquel aliento cálido en su oído derecho, un aliento íntimo, como el suspiro de un amante. Gira asustada, segura de que alguien del autobús la ha seguido, y pretende atacarla; gira, lista para defenderse.
Y se encuentra con aquella sombra, la que la ha acompañado todo el trayecto en el autobús.
Es una silueta negra, una masa no sólida, pero oscura, una estructura visual con el contorno de una persona, una persona igual a ella. Es una figura nebulosa, densa, casi como un velo, como el humo.
Mariana grita y sus libros caen al suelo. Levanta los brazos intentando protegerse. Continúa gritando, pues nota, con demencial terror, que aquella sombra se está abalanzando sobre ella, cubriéndola, envolviéndola, como un sudario.
Ante su llamado de auxilio las luces interiores de las casas comienzan a encenderse. Pero el grito de Mariana se va perdiendo en la noche, como si ella estuviese cayendo a un profundo pozo.
Los perros comienzan a aullar.
Mariana desaparece y en su lugar sólo queda la sombra, un bulto oscuro, fijo, levemente agitado por el viento.
Luego, la sombra desaparece también.
En la parte más pobre de la ciudad, próxima al lugar en el que Mariana abordó el autobús; en una casa deplorable, mísera, con una recámara lamentable, una joven de corta estatura y notable sobre peso reza hincada frente a un pequeño altar que ha confeccionado ella misma, auxiliándose de un banquillo y una pila de revistas. Su rostro está cubierto por el acné, su piel grasienta brilla bajo la luz amarillenta de las veladoras de su altar. La joven se mece con fervor de atrás hacia adelante, como si fuera una madre acunando a su bebé.
El aspecto y olor de la joven provocan rechazo de parte de sus compañeros de la universidad. Pero lo que más le lastima, es el rechazo de un chico en especial, uno que le ha robado el corazón con sólo una mirada. Ese chico ha rechazado su amor, pero caritativamente le ha otorgado el título de amiga confidente. La confesión que le ha regalado ha sido el profundo amor que siente por otra chica en la universidad, por una hermosa mujer de cabellos negros y tez blanca; Mariana.
La joven sabe de conjuros, su abuela, se los ha enseñado. Secretos antiguos que la anciana realizaba oculta en la recámara a la que sus hijas la aprisionaron para olvidarla.
La joven continúa meciéndose, apretando entre ambas manos una fotografía que recientemente ha tomado. En la fotografía está plasmada la imagen de una joven bonita de cabellos largos y ondulados; la chica que con su belleza le ha arrebatado al hombre que ella desea; esa que cada noche toma el autobús en una torcida parada; la joven a la que los demás no pueden dejar de mirar.
—Antes de amarrar a tu hombre, tienes que deshacerte de lo que te estorba, —le dijo su abuela.
La joven se mece con los ojos cerrados sumida en un éxtasis de concentración y ruego, repitiendo una y otra vez la misma oración.
—Mariana, que te envuelva tu sombra, para que oscurezca esa belleza tuya que tanto deslumbra a los hombres. Mariana, que te envuelva tu sombra, para que oscurezca esa belleza tuya que tanto deslumbra...
Poco a poco la imagen de Mariana en la fotografía comenzó a oscurecerse, hasta que, sin que la joven se percatase, sólo quedó en el cartoncillo la imagen de una silueta negra.