23 de abr. de 2021
Princesa Urbana
El Mercedes Benz E 500 se desliza susurrando sobre el asfalto. El ronroneo de su potente motor de ocho cilindros es suave; respeta el sueño de una ciudad dormida. Al volante, una joven conduce y llora. Sus ojos abultados, fatigados por el desvelo, el alcohol y el llanto, su cabello alborotado y el maquillaje corrido. Tiene un rostro bello que las circunstancias han transformado en una máscara de desesperación y miedo.
Se trata de una princesa urbana, una socialité, joven y hermosa. Llora asustada, sus pensamientos son un enjambre de ideas paranoicas aguijoneándose entre sí, soluciones absurdas, escenarios de un futuro incierto. Busca en aquel caos mental una solución a su situación actual.
En el interior de su hermoso automóvil, que aún conserva el aroma a nuevo, dolor y vergüenza son sus únicos acompañantes.
Días atrás, el mundo donde Ana vivía era muy distinto. Era un mundo hermoso, opulento, limpio, cubierto de una frívola esperanza. Sus días giraban en torno a temas para ella trascendentales: Su elegante vestido de novia que debía quedarle perfecto, la organización de la fastuosa ceremonia religiosa montada de tal manera que arrancara suspiros de asombro y envidia, y la glamorosa fiesta para quinientos invitados que dejaría huellas de tinta e imagen en la sección de sociales de los diarios locales, los importantes, los que leía la gente de poder y dinero. Ana, la princesa urbana, estaba comprometida con uno de los jóvenes más admirados y deseados por la socialité local, el hijo único de un poderoso empresario, un príncipe capitalista de rostro anglosajón y estructura ósea perfecta; alto, elegante y atlético.
Pero ese mundo de princesa de cuento de Disney se derrumbó: su prometido, el príncipe urbano, ese amor con apellido de abolengo, canceló la boda sin explicación alguna.
Nadie parecía conocer el por qué, o quizá no querían compartir la verdad con ella. La respuesta llegó finalmente por la amarga vía del murmullo, de boca de aquellas que antes la envidiaban, y ahora la compadecían: sus amigas.
Su prometido la había abandonado por otra mujer, por una plebeya, por una más digna del proletariado que de la realeza citadina, por una mujer ordinaria, una sin apellido histórico; una prosaica sin padre millonario ni automóvil del año. Su príncipe la abandonó por una mujer común, una intelectual de alma socialista e ideas modernas, una de esas que nunca pasó por aulas de colegios privados, y que en lugar de cuidar su cutis coleccionó títulos universitarios, una… que no era una princesa urbana, como ella.
Y Ana se transformó en lo que siempre tuvo miedo de ser: el hazmerreír y la broma del momento. Risas y murmullos viperinos se desplazaron reptantes por entre las mesas en los elegantes restaurantes, índices virulentos la señalaron cuando pasó por los Spa’s, por el gimnasio, la iglesia y el centro comercial.
En un arrebato histérico, aferrando su vestido de novia entre sus brazos, Ana corrió por el extenso jardín de la casa de sus padres, empapó el blanco atuendo digno de su conservada virginidad con el coñac de su padre y le prendió fuego. Nadie intentó detenerla. Sus padres sólo observaron la demencial pirotecnia desde su recámara, mudos e inexpresivos. Ante esa parca actitud, Ana leyó una acusación indirecta de ellos hacia ella: el fracaso en la unión de las dos poderosas familias había sido culpa suya.
Se cumplieron entonces siete noches de burlas, murmullos y señalamientos. Acosada por la depresión y la vergüenza Ana decidió salir a buscar distracción.
No deseaba ver personas conocidas, ni enfrentarse a sonrisas condescendientes de aquellas que se decían “sus amigas”. Ana cayó en cuenta, ante su actual situación, que no contaba con nadie, que no tenía en quién apoyarse; que estaba sola. Su red social era en realidad un tejido de relaciones frívolas, sus amigas, mujeres jóvenes como ella, niñas mimadas de corazón superficial. Ana sospechaba que si acudía a ellas la recibirían con abrazos fríos, expresiones condescendientes y palabras lascivas, disfrazadas de consuelo. Necesitaba salir, escapar por un momento de las paredes de su amplia recámara donde se había estado escondiendo del señalamiento de la sociedad y su familia. Quería distraerse, quizá divertirse un poco, cambiar de lugar, de ambiente.
Pero no podía acudir a los lugares que antes frecuentaba con su prometido. Era probable que ahí se encontrara a esas falsas amigas, o peor aún, a aquellas que la odiaban por ser quién era, esas que querían ser como ella, aunque lo negaran; plebeyas con disfraz de cortesanas.
Ana pensó en buscar otro lugar, alguno que no estuviera de "onda", alguno donde acudiera la gente mundana, algún bar, un antro al que no acudiera la "gente" como ella. Se alborotó el cabello con la intensión de darse un toque atrevido, se puso una falda corta y ajustada, y pronunció el derrumbe de su escote. Se maquilló, y cubriendo su aura con el dulce aroma de su perfume, tomó las llaves de su Mercedes Benz y se lanzó a la ciudad, con la esperanza de vivir una aventura.
Tras conducir por más de una hora encontró un lugar, un bar que en el pasado había sido antro de "moda", pero como estaba previsto, bajo el capricho de los apetitos de la socialité juvenil de la ciudad, que decide que está “in” y que está “out”, había decaído. No le inquietó encontrar aquel lugar casi vacío, más aún, le tranquilizó no tropezar con rostros familiares ni meseros que la reconocieran; ahí Ana era una más.
Las miradas de los pocos clientes se posaron en ella cuando atravesó el umbral, y Ana en aquellos ojos encontró sólo curiosidad, inclusive deseo; ahí no había burlas ni condescendencia.
Se aproximó a la barra y ocupó uno de los bancos altos. Sabía que aquella postura acentuaría su atractiva figura, aumentaría el arco convexo de su espalda, la transformaría en alguien que antes evitaba ser, lo que ella calificaba como una cualquiera.
El barman se acercó a ella, y con una sonrisa legítima y un brillo de admiración en sus ojos le preguntó qué le apetecía beber. Ella ordenó un Grey Goose tonic, pero el bar no contaba con la marca de vodka que a ella le gustaba. Terminó aceptando otra marca de menor categoría, esa nimiedad no le restaría emoción a su aventura.
Un joven atractivo se le aproximó, era moreno, alto, de cabello rizado y manos grandes. Se presentó, contó un par de bromas y la hizo reír, le invitó un par de tragos más, le ofreció un cigarro, le enseñó a fumar, la hizo reír más.
Y en cierto momento, cuando ella se encontraba distraída, arrojó un polvo blanco en su bebida. Ana despertó en lo que parecía ser el cuarto de un motel. Apestaba a humedad y humo de cigarro. Despertó con un punzante dolor de cabeza que la trajo con violencia a la realidad. Sintió nauseas y vomitó a un costado de la cama.
Un ardor entre sus piernas llamó su atención, bajó la mirada, y la resaca quedó relegada al olvido; Ana, la princesa urbana, la niña mimada de papá, se descubrió sentada sobre una gran mancha de sangre, lubricante y semen.
Perdiendo toda postura real, la princesa urbana vomitó por segunda vez.
Luego, rompió en llanto.
No recordaba el nombre del muchacho alto y moreno que la abordó en el bar, y bien podría ser un nombre falso, dada la situación. En la deplorable recepción del motel le informaron que la cuenta estaba pagada y le dijeron que se largara de ahí.
Tomó un taxi y regresó al bar, el cual encontró cerrado. En su bolso, caritativamente, el chico moreno le había dejado un billete de doscientos pesos, asumiendo la necesidad que ella tendría para desplazarse.
Su vehículo seguía donde lo había estacionado, pero le habían rayado el costado derecho. Sobre la puerta oscura estaba labrada en bajo relieve una sucia pero acertada proclama: Puta Rica, Buenas Nalgas.
Ahora la princesa urbana maneja su Mercedes Benz negro a alta velocidad.
No sabe que va a hacer, y llora por momentos. Entre llanto y suspiro lanza desesperada un largo y desgarrador grito y encaja sus cuidadas uñas en el volante. Es un grito que sólo ella escucha.
El auto de noventa mil dólares abandona con una brusca vuelta la iluminada avenida y toma el delgado camino de dos carriles bordeado del bosque de altos pinos que le llevará a la zona residencial en las afueras de la ciudad: a casa.
La oscuridad rural envuelve al vehículo.
Ana pisa el acelerador un poco más, y el velocímetro marca los ciento cincuenta kilómetros por hora. Ante ella, aparece el letrero que le trae una breve descarga de tranquilidad.
“Bosques Residenciales 2 KM”
–Hogar, —piensa Ana.
Su padre, el rey empresario, de alguna forma lo arreglará todo.
Mira el reloj del vehículo: “4:35 AM”.
Tarde, muy tarde, nunca, en su corta vida, se ha encontrado fuera de su hogar tan noche. El miedo y la incertidumbre la empujan a comenzar una nueva fase de llantos. ¿Y si estaba embarazada de aquél extraño? ¿Le habría contagiado alguna de esas temidas enfermedades? ¿Sería esa enfermedad curable, incurable? ¿Herpes, clamidia, papiloma, SIDA? Ana experimenta un vacío en el centro de su estómago y deja escapar un puchero infantil.
Pero algo llama su atención cortando su lamento.
Una figura aparece en su campo visual, un hombre.
A pesar de la velocidad y la escasa luz puede verlo con claridad: parece una estatua de sal. Es una figura desgarbada, algo torcida, de ropas rasgadas. Las luces del auto le dan una imagen fantasmal. El tiempo parece detenerse por un instante, una fracción de segundos, porque a pesar de la velocidad, a pesar de las lágrimas que nublan sus ojos, a pesar del cansancio y la resaca a causa del vodka barato y de lo que le ha arrojado su violador en la bebida, a pesar de todo esto, los ojos de aquel hombre se clavan el los suyos.
Algo en aquella figura la inquieta.
Mira por el retrovisor cuando deja atrás aquella figura, y sólo encuentra la negrura de un bosque en la noche.
Se estremece y de pronto, se siente muy sola, como si hubiera caído en un vacío junto a su automóvil, la sensación es poderosamente incómoda. Ana se agita atacada por un escalofrío, estira su mano derecha, enciende la radio buscando un poco de compañía.
De las potentes bocinas brota con fuerza un grito femenino, alargado, granoso y desgarrador. Ana junto con la radio grita asustada. El grito de la radio enmudece, y cientos de voces se abultan en murmullos dolosos, es una mezcla de ruidos lúgubres, lamentos descoordinados.
Tras recuperarse del susto por el grito, Ana trata de bajar el volumen, de callar ese pandemonio de llantos y lamentos.
Pero la radio no responde a su orden, mantiene su elevado volumen castigando sus oídos.
Ana lanza una maldición, intenta apagar la radio.
El aparato se mantiene encendido vomitando voces, lo que parece ser notas musicales y señales de estática que suenan como lamentos femeninos y llantos infantiles. Ana intenta sintonizar una estación, algo que traiga sonidos con sentido. Nada. Intenta echar a andar el reproductor de Mp3's. Nada, sólo gritos, voces, llantos, notas, risas; cientos de ellas, agolpadas dentro de las bocinas. Ana comienza a desesperar, continúa presionando botones, pero el volumen no cede, los ruidos permanecen, y la radio continúa sonando.
Ana lanza una segunda maldición, y levanta su mirada esperanzada, ya debería estar llegando a la entrada del fraccionamiento.
Un escalofrío se desplaza por la línea de su columna vertebral hasta su coxis. Los delgados y apenas visibles vellos de sus brazos se elevan como una turba en rebelión.
El letrero otra vez: “Bosques Residenciales 2 KM”. Ana lo mira perpleja desaparecer al dejarlo atrás. —La bebida, la droga que me arrojaron, —piensa, —creí ver el letrero antes, creí haber pasado ya por este lugar, —Su corazón golpetea acelerado, en su boca se planta una resequedad provocada por el miedo.
Y como una broma macabra del inconsciente, ante sus ojos aparece la figura masculina, de nuevo, de pie, mirándola. Ropas desgarradas, figura desgarbada.
Ana retira un poco el pie del acelerador, pero la velocidad del auto no se reduce. La radio continúa con su turbio coro: gritos y voces, chillidos, lamentos; distorsión. En medio de la verbena de sonidos Ana alcanza a escuchar un llanto de mujer, claro, innegable: el lamento maternal de una mujer que ha perdido a un hijo, o el ulular femíneo de una plañidera que no finge su dolor.
Ana mira nuevamente el reloj: 4:35 AM. Los números parecen permanecer inmóviles, congelados; el tiempo dentro del auto parece haberse detenido. Levanta la mirada, y sus manos aprietan dolorosamente el volante de piel ante lo que sus ojos descubren:
Dos figuras más la miran de pie a la orilla de la carretera: una mujer y un niño. La palidez en sus rostros y lo vacío de sus miradas acrecientan su terror.
—No está pasando, tranquila, estás soñando. No saliste de tu alcoba, no saliste de tu casa. Hoy en la noche la depresión te venció, y no te violaron en un motel, y no estás manejando en una carretera que parece repetirse, ni estás escuchando voces y gritos en la radio, estás dormida, estás soñando.
Ana vuelve a romper en llanto.
Las figuras quedan pronto detrás. Ana mira de nuevo por el espejo retrovisor y sólo encuentra una negrura envolvente. Tan oscura que ni las luces traseras del Mercedes Benz logran penetrar. Casi pareciera que ahí, ya no hay nada.
Trata de apagar una vez más la radio, presiona el botón, lo gira, lo golpea. Nada, estática, gritos, cientos de probables canciones mezcladas que suenan como alaridos, o quizás son sólo eso, alaridos.
Levanta de nuevo la mirada, observa el camino.
El dolor del miedo la vuelve a golpear en el centro de su abdomen, Ana comienza a temblar, ha sacudirse como una epiléptica. Su mentón se estremece como el huevo de una serpiente a punto de eclosionar, el pánico comienza a asomar su fea cabeza en la conciencia de la princesa urbana. Ahí está el letrero, el mismo maldito, inmóvil, gélido letrero de fondo verde y letras blancas.
“Bosques Residenciales 2 KM”.
Mira el reloj, los mismos brillantes, acusadores e inmóviles números: 4:35 AM. Vuelve a levantar la vista, en la distancia una mancha blanca de pie sobre el borde de la carretera comienza a hacerse notoria, poco a poco, como una estatua de sal, inmóvil pero definida, el mismo hombre, el de ropas desgarradas y porte desgarbado, la primera figura cuyos detalles son ahora más notorios: sus ojos vacuos más claros, su cuerpo más torcido. Luego, la negrura apenas transgredida por los azulados faros del automóvil, luego, de nuevo la mujer y el niño, tomados de la mano, mirándola. Carretera, rayas blancas, negrura de bosque.
El letrero, una vez más, fijo, concreto, altivo, con su fondo verde y letras blancas: “Bosques Residenciales 2 KM”.
Una nueva figura congelada al borde de la carretera, con los ojos fijos en Ana, una figura que parece absorber la luz de los faros del automóvil, una figura con la palidez de la luna: un joven que sostiene los tubos doblados de lo que anteriormente fue la estructura de una bicicleta, una bicicleta que ahora parece más la carcaza de un becerro. Los gritos en la radio continúan acompañando el viaje de la princesa urbana. De las bocinas brota por sobre la estática la risa aguda de un niño histérico.
Los números iluminados en su tablero negro, luces verdosas solidificadas, inertes, sosegadas: 4:35 AM.
Ana comienza a gritar como una hiena atrapada entre la manada de leonas, y cada vez que el letrero aparece ante sus ojos Ana vuelve a desgarrar la noche con un grito.
Y las figuras estáticas continúan observándola, apareciendo repetitivamente en el lugar que era de esperarse, y aumentando en número cada ocasión que el letrero vuelve a aparecer: el hombre, la mujer y el niño, el joven de la bicicleta, un anciano, una mujer gorda que carga bolsas, dos niñas agarradas de la mano, un pequeño niño, casi un bebé. Inmóviles, estáticas, blancas, de ojos abiertos, secos, vacuos; con una única expresión en sus rostros: la expresión de la espera.
La princesa urbana continúa gritando, haciendo coro con las voces, llantos y risas que brotan de su radio, continúa avanzando, viendo figuras al pie de la carretera.
El letrero: “Bosques Residenciales 2 KM”.
El reloj: 4:35 AM.
En otro plano, un plano donde la noche muere al salir el sol, un plano donde todo es lógico y todo es explicación, una grúa extrae de entre los pinos del bosque los restos de lo que fue un lujoso vehículo color negro. Los bomberos intentan extraer de entre los escombros el cuerpo de lo que fue una princesa urbana. A un costado del camino, presuntamente arrollado por la chica quién probablemente se quedó dormida al volante, yace lo que fue un pordiosero que nadie llorará, un hombre de ropas desgarradas.
Nadie de ese plano presente en aquel lugar puede escuchar los gritos desesperados de Ana, que conduce un automóvil negro en una noche que para ella nunca terminará, sobre un camino que no llevaba a ningún sitio.