23 de abr. de 2021
Valeska y el Monstruo que acecha
Valeska mira por encima de su desayuno. Sus ojos parecen los de un gato que ha jugado demasiado tiempo con el ratón atrapado entre sus zarpas y finalmente toma la decisión de matarlo. Una pila de humeantes panqueques se encuentra entre ella y Mauricio.
Valeska está enojada. —Mauricio, tienes una bocota muy grande —ella le repite constantemente, —Una bocota tan grande que si no la cierras se te va a salir todo lo de adentro.
—¿Qué van a hacer hoy? —Les había preguntado la mamá de Mauricio.
Y Mauricio había abierto aquella bocota. —Vamos a ir a un claro del bosque, porque encontramos…
Un certero puntapié de Valeska por debajo de la mesa interrumpió aquella imprudencia. Para Mauricio, Valeska resultaba ser una niña bonita que sabía portarse dulce cuando deseaba conseguir algo, pero que también propinaba puntapiés con la fuerza de un niño. Mauricio sabía que Valeska era brava cuando estaba enojada; algo muy frecuente en ella, estar brava.
Mauricio se percata que su madre ha dejado de mover la espátula sobre el sartén donde prepara los panqueques, y gira para mirarlo. Él sabe que ella cuenta con la suspicacia natural de todas las madres.
—¿Encontraron qué? —Pregunta la mujer a su hijo.
Pero es Valeska la que responde, atrapando la pregunta con la gracia de un depredador de garras ágiles.
—Una piedra grande que parece la cara de una persona. Vamos a jugar a que era una piedra mágica.
La madre de Mauricio parece satisfecha con la respuesta, y regresa su atención a los panqueques. Valeska lanza una segunda mirada de advertencia a Mauricio. “Cállate” le ordena moviendo los labios sin producir palabra alguna. Mauricio no entiende por qué tanto misterio, pero decide obedecer a Valeska.
La familia de Mauricio disfruta de una semana de vacaciones en la montaña. Hace frío, pero al padre del niño le gusta aquel clima, el bosque y la calma de esos días del mes. No hay más vacacionistas ocupando las cabañas contiguas; por el momento tienen todo el bosque para ellos solos.
Mauricio invitó a Valeska a pasar con ellos la semana.
En la ciudad, Valeska vive en la casa vecina a la de Mauricio. Aunque asisten a distintos colegios, por las tardes siempre la pasan juntos y hacen sus deberes escolares, ven la televisión o juegan en el Xbox. Valeska pasa la mayor parte de la tarde y del fin de semana en casa de Mauricio. Es como si en su propia casa ella no sintiera la acogedora comodidad que encuentra en la de su amigo.
Ambos tienen la misma edad, ocho años, y esa cercana amistad les parece, por el momento, inofensiva a los padres de Mauricio. Valeska es una niña extraña, pero por el momento es sólo eso, una niña.
Los primeros dos días de aquella semana fueron desesperadamente aburridos. En el primero, cayó una llovizna continua, que volvió el ambiente más frío, y los obligó a permanecer encerrados dentro de la cabaña frente a la chimenea, dibujando y charlando. Los adultos leyeron y bebieron vino tinto, los niños chocolate caliente, y todos extrañaron el televisor. El segundo día estuvo un poco mejor, el sol asomó por un rato entre las nubes, y Valeska y Mauricio se dedicaron a pasear por los alrededores de la cabaña, ensuciándose las botas con barro. Valeska lanzó piedras contra a un par de ardillas que osaron cruzar frente a ellos, y alcanzó a una con buena puntería sólo lastimándola. Mauricio no aprobaba aquello, pero se guardó sus comentarios.
El tercer día se volvió a nublar, pero no hubo llovizna, sólo una leve neblina que humedecía los rompe vientos y volvía el entorno un poco tétrico. Los niños optaron por jugar a que eran un par de exploradores, y se adentraron en el bosque.
Ese fue el día en que descubrieron el objeto.
Valeska le hizo jurar a Mauricio que no diría nada a sus padres.
El niño no entendió porqué Valeska quería mantener aquel objeto en secreto, pero una vez más decidió no contradecirla y juró silencio.
Ambos terminan su desayuno, corren a lavarse los dientes, y se despiden en coro. Salen de la cabaña, dejando a los padres de Mauricio hablando sobre “asuntos de gente grande” y bebiendo ese líquido amargo al que llaman café, que huele muy bien, pero sabe horrible, según la opinión de Valeska.
Avanzan por el bosque sintiendo el frío colarse por entre los poros de sus pantalones de mezclilla. Son apenas las diez de la mañana, y la temperatura a descendido cinco grados por la ausencia del sol en los últimos tres días. Los rompe vientos no los protegen del todo de aquella neblina helada. Mauricio tiembla, y él ve que ella también.
Avanzan en silencio por casi diez minutos, cuidando sus pasos sobre el suelo resbaloso. Mauricio sigue en silencio a la niña, ella siempre ha mostrado liderazgo y buena orientación.
Pero ese frío día Valeska parece un poco desorientada. Duda un par de veces donde girar, y menciona que algunas áreas le parecen nuevas.
Mauricio comienza a impacientarse, pero sabiamente decide callar cuando ve la mirada amarga de la niña.
Él no sabe mucho acerca de los papás de Valeska. Ella al parecer es una de esas “niñas llave”, miembro de una de esas familias en que ambos padres trabajan y les proporcionan a sus hijos una llave de la casa. Generalmente, cuando los “niños llave” regresan de clase, los padres se encuentran ausentes en sus trabajos. Valeska nunca habla de ellos, de sus padres, pero sí con frecuencia de lo que su madre le deja de comida dentro del horno eléctrico de la casa, el cual, a pesar de su corta edad, sabe manejar con destreza.
A Mauricio le parece triste aquel tipo de vida. Él se siente afortunado, ya que toma sus alimentos casi todos los días acompañado de sus padres, y aunque su padre viaje con frecuencia por su trabajo, su madre siempre está ahí, del otro lado de la mesa, preguntándole como le ha ido en la escuela, o en la clase de karate. Imaginar a Valeska comiendo sola dentro de una silenciosa casa vacía lo motivó en diversas ocasiones a invitar a la niña a comer, y en ocasiones como ésta, a pasar unos días de vacaciones. Ni si quiera cuando ella viajaba con Mauricio y su familia se sabía de los padres de Valeska, ella sólo les notificaba que le habían dado el permiso y aparecía con su pequeña maleta, una inmensa sonrisa y un hermoso brillo de emoción en sus ojos.
Quizá por aquella soledad, Valeska siempre parecía enojada, y cuando no estaba enojada, estaba…como perdida en algún lugar dentro de su cabeza. Había momentos en que se quedaba callada, con el entrecejo arrugado, en una expresión de indignada concentración, y aunque se encontrara en casa de Mauricio, se sentaba frente a una esquina, mirando hacia la pared, hacia la nada. Y como si se tratara de un acuerdo mudo, Mauricio no la molestaba durante aquellos silenciosos episodios. Él se distraía en otra cosa, a la espera de que ella retornara a su característico mal humor, o a esa agresiva felicidad.
—¡Ahí, ahí está, Mau! —grita ella.
Mauricio mira hacia donde está “aquel secreto”.
—¿Cómo lo encontraste? —pregunta Mauricio. Es una pregunta legítima, pues él no logra orientarse, y duda que Valeska también sepa cómo llegaron ahí.
—No sé, fue suerte, o a lo mejor… algo nos trajo aquí… ¡Buuuu! —Dice ella engrosando la voz al final. Mauricio se percata que aquél extraño brillo parece iluminar los ojos de la niña. Valeska se nota muy animada: respira agitada, y sus ojos están clavados en el punto que señala con su mano izquierda. Tiembla otra vez, y Mauricio sabe que ese temblor no se debe al frío. Él la ha visto antes temblar así, cuando ella narra algo violento que ha visto en la televisión, claro está, en su propia casa, porque su madre, la de Mauricio, tiene bien controlados los contenidos que ellos puedes acceder en el sistema satelital. Cuando están en casa de Mauricio, ellos sólo pueden ver los canales infantiles. Pero Valeska luego se retira a su casa vacía, y aprovecha su soledad para ver series como The Walking Dead o American Horror Story, según le ha platicado a él. Esa es la mirada, y aquel el temblor que ella tiene cuando le describe los episodios que ha visto; una expresión de miedo que parece resultarle placentera.
—Ven, vamos, —dice ella, y Mauricio, como siempre, obedece.
Se internan en el claro descubierto un día anterior, bordeado de pinos altos… Y ahí está, aquel objeto que despertó y despierta, tanta fascinación en Valeska: un cilindro metálico industrial de acero, un tambor, casi oculto del todo dentro de un agujero, acostado sobre el lodo.
A un costado de aquel cilindro metálico hay un montón de tierra que alguien, escarbando, acumuló. Hay también una pala, incrustada sobre el montón de tierra, como un arpón en el lomo de una ballena.
Valeska y Mauricio ignoran la historia de aquel tambor metálico, del agujero y de la pala.
El agujero fue escarbado por dos lugareños una semana atrás, cuando pretendían enterrar el cadáver de un vecino al que habían asesinado en un pleito donde el alcohol y un desacuerdo sobre la vecindad de algunas tierras se mezclaron de manera trágica. Ambos hombres arribaron al claro, ignorantes de que un vehículo de la policía municipal venía siguiéndolos. Escarbaron el pozo, bajaron de la camioneta el cadáver y el tambor metálico, y colocaron el cilindro en el agujero. Se habían tomado aquella molestia, pues sabían que de ocultar sólo con tierra el cuerpo, éste podía ser desenterrado por los coyotes. El tambor metálico sustituía la función de un ataúd. Pero cuando pretendían comenzar a cubrir de tierra el tambor con el cuerpo de su víctima en el interior, la policía los atrapó.
El agente del ministerio público decidió abandonar en aquel lugar el cilindro metálico, el agujero y la pala. Uno de los policías había filmado en su teléfono todo el proceso que aquellos hombres habían realizado para esconder el cuerpo de su vecino. No había mejor evidencia.
—Bueno, ya llegamos, ¿Y? vámonos, va a llover otra vez, —dice Mauricio consultando su teléfono celular; se lo han obsequiado a principios de aquel año. El reloj del teléfono marca las doce del día. Han dedicado dos horas en encontrar aquel lugar. Pero lo que más le inquieta, es la ausencia de barras junto al pequeño signo que representa una antena. No hay señal. También lo pone nervioso el color oscuro de las nubes que han comenzado a acumularse, la neblina se ha disipado, pero un fuerte aroma a lluvia se percibe en el aire.
En la lejanía un trueno refuerza su sospecha: se acerca una tormenta.
Valeska se arrodilla sobre el lodo y mira el interior del tambor. La tapa metálica está a un lado: su orificio es un círculo negro. Lo acaricia, como si fuera un objeto místico que proveyera de energía a quién lo toca.
—¿Jugamos? —Pregunta ella mirándolo encantada.
—¿A qué?
Ella levanta la tapa del contenedor cilíndrico.
—A que tú eras un monstruo, como el de la película esa que vimos a escondidas en tu casa cuando tu mamá invitó a las vecinas a tomar café.
—¿La del Alien el octavo pasajero?
—Sí, esa en la que salen unos como huevos gigantes de donde nacen los monstruos… ¿Te dio miedo verdad? —La pregunta tiene un tono sazonado de burla. Mauricio se siente ofendido.
—¡Claro que no! —Reclama sacando el pecho tal y como un hombre se supone que debe hacerlo. Pero en realidad la película lo había aterrado. Pasó casi una semana sin poder dormir, dando vueltas sobre su cama, saltando asustado ante el más leve sonido producido por una casa que duerme, que se enfría, que se expande. Su madre no logró sacarle una palabra cuando lo cuestionó por aquellas ojeras y su falta de energías. La película le había regalado a Mauricio su primera sensación de terror. Sus padres, supervisando la televisión, habían sido cuidadosos de evitar que Mauricio experimentara algo más allá de los miedos infantiles, comunes a su edad.
Ella sonríe, y su sonrisa es más amplia, es la sonrisa de cuando ella le platica el último episodio de The Walking Dead, o alguna de las series prohibidas por sus padres.
—Si no te dio miedo, entonces… ¿Jugamos?
Mauricio guarda silencio dudando. Aquella sonrisa nunca le ha gustado, es una mueca que transforma totalmente el rostro de su amiga, el cual normalmente encuentra bonito. Es la sonrisa del Guasón, el enemigo mortal de Batman.
—Sí… ¿pero a qué? ¿Al Alien?
—Sí, que tú eres el monstruo y a que estás dentro del huevote, acechando…
Mauricio no entiende el guion del juego que ella elabora, aquello no le agrada. La sonrisa del Guasón le inquieta.
—¡Mah! ¡Sabía que te daría miedo jugar! —Exclama Valeska. —¡Eres una niñita!
Aquel señalamiento milenario que ha ofendido a millones de niños a través de la historia despierta el coraje en él. Mauricio aprieta los puños y arruga la frente. Que le llamen niñita es en sí un reto, que sea Valeska, una provocación.
—¡No soy una niñita!
Ella vuelve a sonreír y lo mira por segundos en silencio.
—Entonces, juega, —dice por fin Valeska.
—¡Sí! ¡Sí juego!
—Métete ahí, pues.
Aquella orden lo confunde, lo asusta, lo petrifica. Mauricio se enmudece.
Un segundo trueno se escucha, más cercano, más potente.
Mauricio espera una carcajada, de esas tan características en Valeska cuando le toma el pelo. Pero ella se mantiene en silencio, mirándolo con ojos brillantes y aquella deforme sonrisa del Guasón en sus labios.
—¿Qué me qué? —Pregunta Mauricio. El viento sopla más fuerte y comienza a sacudir los pinos que rodean aquel pequeño claro. Un tercer trueno se escucha.
—Qué te metas ahí. Yo te tapo con esto… —Le muestra la tapa del cilindro metálico, —luego, te echo poquita tierra, y entonces, luego hago como que estoy explorando, y escarbo. Tú me oyes cuando esté sacándote, y digo: ¡Oh! ¿Qué será esto? y en cuanto quite la tapa, ¡Tú brincas y me atacas!
Mauricio calla.
Valeska lo mira fijamente, no dice nada más. El bosque de pronto le parece al niño más frío, la cabaña más lejana, como si estuvieran en otro planeta. Un cuarto relámpago ilumina el cielo y el claro donde se encuentran, algunas gotas comienzan a caer alrededor de ellos, grandes, como monedas, pesadas: el preludio de una tormenta.
Con su mano libre, Valeska toma la pala incrustada en el montículo de tierra.
Las gotas comienzan a caer en mayor número, con mayor fuerza, la tormenta ha llegado.
—¿Entonces, juegas?
Dentro de la cabaña la madre de Mauricio hojea una revista. En su mano sostiene una taza de café. Su esposo, recostado sobre el sillón frente a la chimenea, lee la novela “Ordenes Ejecutivas” de Tom Clancy.
Ambos están tranquilos. La tormenta que azota la cabaña esa tarde es bastante fuerte: el viento produce largos lamentos que suenan como aullidos de plañideras, sacude los árboles y cimbra el techo de aquella construcción. La lluvia cae con furia y no es posible ver más allá de un metro de las ventanas. Pero ambos están relajados, ya que han escuchado a los niños regresar a la cabaña y encerrarse en una de las recámaras. La madre les ha preguntado, lanzando un grito desde su sillón, si se han mojado, y es Valeska, como siempre, quien responde por ambos que no.
La madre decide ir a verlos. Los niños están callados, y aunque sean solo niños de ocho años, es mejor mirar, en especial por esa niña tan peculiar que es Valeska. —Niños en silencio significan problemas, —le decía su abuela hace muchos años.
La madre avanza por el estrecho pasillo y llega hasta la habitación. Toca con delicadeza, pero del otro lado no obtiene respuesta. Un poco inquieta abre la puerta.
—Niños, ¿qué hacen?
Dentro, a media luz, y sola, está Valeska.
La niña se encuentra de pie, dándole la espalda, mirando por la ventana. Está cubierta de lodo de pies a cabeza. Tiene las manos unidas a su espalda, como si fuera un crítico admirando una obra de arte.
—¡Valeska! ¿Qué te pasó? ¿dónde está Mauricio?
La niña da vuelta y la mira con una gran sonrisa que desconcierta a la madre, es una sonrisa demasiado grande para ser sana.
—¿Mau? Está jugando al monstruo que acecha, escondido en un lugar. Pero está tan bien escondido que la verdad no recuerdo donde es. Se portó como todo un hombrecito.
Afuera, entre lamentos del viento y relámpagos continuos, la lluvia arrecia.