23 de abr. de 2021
Breve existencia
Un niño que vende goma de mascar en la calle siente mucho frío esa noche.
Le llaman Juan, simplemente Juan.
Un viento helado se desplaza por las calles. Ha llovido durante dos días, y la temperatura ha descendido. Mamá, que no es su verdadera madre, lo obliga a trabajar portando como ropa tan sólo un delgado pantalón que algunos años atrás fue un uniforme escolar, y una ligera camiseta, regalo de un partido político, cuya tela se ha vuelto con el tiempo casi transparente.
Tiene apenas ocho años: es muy pequeño de estatura y de complexión esquelética. Es una de esas figuras comunes de las calles de la ciudad, a la que los habitantes se han acostumbrado; efigies infantiles que deambulan en las esquinas y mendigan por encargo.
Además del frío, el hambre le abraza el estómago. No ha probado alimento desde el medio día, si es que al par de tortillas con sal y al vaso de agua con sabor a naranja se le puede llamar alimento.
Juan observa la caja de gomas de mascar que debía de vender, y el hambre en su estómago se incrementa por el miedo. La cantidad de paquetes de gomas de mascar que aún le quedan, son una amarga señal cuyo significado es: esa noche no habrá cena.
Mamá es muy estricta con esa regla: —Si no vendes, no comes.
Mamá castiga la “hueva”, y premia con un par de tortillas y un vaso de supuesto jugo el trabajo.
Juan no tiene culpa de su fracaso, la calle que le han asignado para trabajar ha tenido poco tráfico aquel día.
Es de noche. Pronto aparecerá Mamá para recogerlo.
Siente miedo, sabe que falta poco tiempo para que ella aparezca abordo del viejo y ruidoso taxi. Teme que el castigo esa noche no sólo sea irse a dormir sin cenar, sino que "Mamá" le hará pagar con dolor sus “muchos chicles y pocos pesos”; que tendrá "chicote", y que las nalgas le dolerán durante mucho tiempo.
Juan siente angustia, un dolor familiar oprime su garganta.
El hambre, la ansiedad y el miedo son las únicas sensaciones familiares para él. "Mamá" claro está, no es en realidad su madre. Juan lo sabe, pero desde que tiene memoria "Mamá" ha estado en su vida, al igual que sus doce "hermanos", quienes no son tampoco sus hermanos, y que trabajan al igual que él para llevar dinero a "Mamá". No queda en él ningún recuerdo concreto de su verdadera madre, quizás una borrosa sonrisa, una lejana estrofa de alguna melodía que pudo cantarle antes de abandonarlo al control de "Mamá" tres años atrás. Su rostro, su aroma, están perdidos en el abismo de la miseria que hoy es su vida.
Un automóvil se detiene ante el semáforo en rojo, y el viento comienza a soplar con mayor fuerza. El murmullo que produce el viento al sacudir las ramas de los árboles lo saca de su trance.
Se aproxima al vehículo, el conductor lleva las ventanas cerradas; eso representa un problema. Golpea levemente el cristal, lo que asusta al conductor que miraba distraído hacia el frente. Sobresaltado insulta al niño y lo aleja con violentos ademanes.
Juan se aleja, ya está acostumbrados a ese tipo de tratos. Aquel cruce de calles es un pésimo punto para la venta. Inclusive en los días y las horas de mucho tráfico. A espaldas de Juan, hay un pequeño parque público, cubierto de fresnos grandes y viejos, altos y llenos de follaje.
El viento arrecia, y Juan se encoge de frío. Esconde su mano izquierda debajo de la vieja camiseta.
Lo único cierto para Juan es el saber que no puede escapar. No importa a donde vaya, a donde corra, la policía lo encontrará y lo regresará a "Mamá". Aunque el mundo le parezca extremadamente grande, aunque la ciudad sea para él un universo, sabe que ella tiene el poder de encontrarlo, atraparlo y castigarlo.
"Mamá" parece saberlo y verlo todo. Algunos de los demás niños hablan de Dios y le temen, pero Juan piensa que más allá de Dios está Mamá. Los niños hablan de algo que tal vez podría existir; Mamá existe, sus golpes son reales, su poder total.
Otro vehículo se aproxima, el semáforo no le marca el alto.
Juan mira de nuevo la caja con las gomas de mascar, mira de nuevo las pocas monedas. Y comienza a llorar, y su llanto se pierde con el sonido del viento.
Junto con un último puchero, Juan escucha el crujido que parece venir desde los árboles.
Levanta la mirada y la luz del alumbrado público lo ciega por un momento. No alcanza a ver con claridad las ramas de los árboles que se sitúan arriba de los postes, pero logra distinguir sombras irregulares posadas sobre las copas. Sabe a qué pertenecen aquellas sombras, ha visto a sus propietarios antes. Esas figuras de día le parecen inofensivas, son grandes y feas, aves de carroña, zopilotes. Figuras negras, de largas alas y diminutas cabezas calvas. Juan sabe que de noche duermen ahí y que se alimentan de la basura del mercado próximo. Suele verlas por la mañana, sobrevolando en círculos el mercado, y por la tarde, posándose en las ramas de los fresnos para descansar.
Son por el momento sombras inmóviles.
En la fría soledad de la calle, Juan parece sentir el peso de sus miradas.
Se talla los ojos, se limpia las lágrimas. Mira de nueva cuenta su caja de gomas de mascar y regresa a la realidad. "Mamá" lo castigará, “Mamá” lo azotará; ese es un problema real, no aquellas figuras sobre las ramas, las cuales aletean esporádicamente.
Juan mira de nuevo hacia las ramas de los árboles y siente un poco de miedo, tan sólo una inquietud. Hay una figura diferente que resalta entre las otras, una que parece más grande que las demás. Aguza la vista, intenta descubrir por qué aquella silueta parece más grande. El viento continúa sacudiendo las ramas.
Otro automóvil aparece y se detiene ante el semáforo en rojo. Pero en esta ocasión, Juan no se aproxima a intentar realizar una venta, está absorto ante la figura de mayor dimensión que parece una persona de pie sobre una de las ramas.
La imagen real y amenazante de "Mamá" pasa brevemente al olvido.
Aquella persona, ser, figura, extiende hacia sus costados lo que parecen ser un par de alas; las sacude, produciendo un sonido que trae a Juan el recuerdo de la respiración del hombre gordo que a veces visita a mamá en su cama, cuando ella creé que los niños duermen. El sonido es largo y profundo, y el aire se torna pestilente por el aleteo: olor a basura, olor a excremento, a humedad, pero sobre todos estos olores, la fetidez de lo muerto.
El niño retrocede un par de pasos. El automóvil que se había detenido ante la luz roja del semáforo prosigue su camino ante el cambio de luz. Juan se encuentra de nuevo solo con aquellas aves carroñeras que parecen mirarlo, solo, ante esa gigantesca figura que mantiene aquello que parecen enormes alas extendidas.
Juan desvía la mirada, un ruido lo trae de vuelta a la realidad. Es un traqueteo familiar para él.
Por la solitaria avenida otro automóvil se aproxima, le falta uno de los faros. Aquel cacharro le es inconfundible, es el taxi de uno de los amigos de "Mamá".
Por primera vez en su vida Juan experimenta un alivio ante la llegada de aquel vehículo. No le importa el hambre, no le importa el “chicote”, lo que importa es que "Mamá" lo alejará de aquellas figuras, y especialmente de aquella tan grande como una persona. El fuerte aleteo se escucha con más fuerza, y la pestilencia se torna insoportable. Juan gira y observa a la inmensa figura aterrizando sobre la calle, negra como una sombra, más oscura que la noche. El niño nota el inmenso par de alas anexas a un cuerpo alto y delgado, como el de un insecto gigantesco.
La figura permanece inmóvil a tan solo tres pasos de Juan. El viento se ha detenido, lo único que se mueve en aquellos momentos es el auto que se aproxima con su traqueteo, y la pestilencia que brota del ser alado.
La figura comienza a emitir un sonido, un traqueteo, distinto al del taxi: es el sonido mecánico de pinzas, de dos piezas duras que chocan una contra la otra. Juan deja caer la caja de goma de mascar. Emitiendo un tintineo, caen también las pocas monedas ganadas aquel día.
De pronto algo se aclara en la mente infantil de Juan, una idea repentina como un relámpago, y él deja de sentir miedo por la oscura figura. Se queda inmóvil, no corre, no grita, ni si quiera respira; retiene el aire en sus diminutos pulmones en el momento en que dos largos brazos, duros y correosos se extienden lentamente hacia él, lo rodean, lo abrazan, lo aproximan hacia la pestilencia. Juan solo emite un lánguido gemido, más por la sorpresa que por el miedo, al sentir que sus pies se despegan del suelo. El aleteo vuelve a escucharse y el viento que producen aquellas alas a sentirse. Hay calor en aquel cuerpo sólido que lo abraza; el frío desaparece ante el cobijo del olor.
A Juan le deja de importar lo que pueda depararle, o a dónde lo lleve la figura. Cualquier cosa que le suceda, cualquier lugar al que vaya es mejor que regresar a bordo de aquel taxi, a su vida junto a “Mamá”.
Los niños de la ciudad que trabajan en las calles durante las noches hablan entre ellos. En sus historias, cargadas de imaginación y deseos infantiles, siempre sobresale la imagen de una figura alada, un ser que habita entre los árboles.